La cólera crece como una infección,
se adhiere en los objetos
a través de una baba superflua y triste,
que no es consciente de su patético laburo,
anda con sigilo buscando inconsistencias
en cada recuerdo,
reclutando cucarachas y roedores
que defecan arrogantes sobre el rostro,
cualquiera, cada vez más distante,
hasta hacer implorar las pústulas cáusticas
que florecen en las manos
y son una ilegítima ambición de venganza.
El enojo lo es todo,
es la molécula más intima del universo
y es también la pieza que completa
el rompecabezas de cada día,
el pan, la sed y el insipiente vino
del que se compone la carne.
En el odio no hay distancias,
ni diferencias, ni particularidades,
es el sentimiento más real y sincero
y es de toda forma la pasión última,
la corona fúnebre que ha de acompañar
al desasosiego que trae la derrota,
el ocaso,
la muerte,
lo inamovible.
Algo en esa frustración infinita
nos hace reconocernos unos en otros,
reconocernos unos dentro de otros,
tan semejantes, y corruptos, viles,
sucios y enojados.