Lejana y triste se ve la ciudad,
impedida de todo tiempo, ultimada,
son sus manos la espesura de cables
que bajo el cielo tiemblan, son sus labios
piedra que entre los escombros duerme
herida ella, permanece gris y quieta,
arrancada del valle como una espiga pútrida
en una cuna de metales corroídos,
cubierta por el polvo la faz esconde,
avergonzada del odio que a las sombras alimenta.
Esta ciudad ya no es de nadie;
apenas se mantiene como un amasijo de mentiras
que se han quedado tras ser dichas;
el sueño fenece,
alguien tiene que abrir los ojos
ante la promesa abandonada,
el palacio lustroso lleno de sangre,
la calzada un cristal hecho añicos,
un eco deforme de la esperanza.
La destrucción crece dentro de las casas como destino,
la muerte es el hambre, llena de dientes,
un rostro por encima del ruido que a veces se nota,
mas desaparece.
La ciudad es un útero apuñalado,
una suerte de paraíso consumido por su miedo,
tan semejante a un dolor yermo,
indiferente, roca puesta sobre roca,
oscurecida espuma de concreto,
tan llena de inocencia como de lujuria.
Un vago estertor de metales sobre la vía
ocupa el sitio donde tañe la catedral,
el corazón de esta madre infecciosa
está bajo la tierra
oculto de la luz habitual,
concentrando su saliva ríspida, sublime;
la carne de los cuerpos que en ella habitan
su propia carne,
su misma atroz identidad.
impedida de todo tiempo, ultimada,
son sus manos la espesura de cables
que bajo el cielo tiemblan, son sus labios
piedra que entre los escombros duerme
herida ella, permanece gris y quieta,
arrancada del valle como una espiga pútrida
en una cuna de metales corroídos,
cubierta por el polvo la faz esconde,
avergonzada del odio que a las sombras alimenta.
Esta ciudad ya no es de nadie;
apenas se mantiene como un amasijo de mentiras
que se han quedado tras ser dichas;
el sueño fenece,
alguien tiene que abrir los ojos
ante la promesa abandonada,
el palacio lustroso lleno de sangre,
la calzada un cristal hecho añicos,
un eco deforme de la esperanza.
La destrucción crece dentro de las casas como destino,
la muerte es el hambre, llena de dientes,
un rostro por encima del ruido que a veces se nota,
mas desaparece.
La ciudad es un útero apuñalado,
una suerte de paraíso consumido por su miedo,
tan semejante a un dolor yermo,
indiferente, roca puesta sobre roca,
oscurecida espuma de concreto,
tan llena de inocencia como de lujuria.
Un vago estertor de metales sobre la vía
ocupa el sitio donde tañe la catedral,
el corazón de esta madre infecciosa
está bajo la tierra
oculto de la luz habitual,
concentrando su saliva ríspida, sublime;
la carne de los cuerpos que en ella habitan
su propia carne,
su misma atroz identidad.
E. Adair Z. V.