noviembre 02, 2010

Poesía - La única patria

Pensar en la patria sólo puede ser
pensar en el hogar, en la infancia,
hallarse desnudo por la caridad del sol
y viajar sobre lumínicos buques imaginarios,
tan llenos los compartimentos en toda la quilla
como el cuerpo, la saliva y la anunciación,
desbordados por quimeras y soledades.
Dentro de ese recuerdo pervive lo definido,
clara en su totalidad la casa de los abuelos
seca bajo la razón, y el ocaso
más allá, espera.

Volver a esas habitaciones clausuradas,
volver a los amigos y saber que les hiere
la nostalgia, la plaza del pueblo
frecuentada por un taxidermista difuso
y mi madre vigilante a mis espaldas,
y quizá el único y verdadero amor verdadero.
No obstante el fracaso de Cronos, y uno crece,
crece desde adentro lo más que puede
y olvida y abandona,
entonces las distancias se recorren a tanta velocidad
que no se recuerda lo andado.
No hay bandera, o signo o sangre
que en sí misma signifique,
como si esos colores arrebolados,
esas figuras toscas y fuertes
hubieran de ser un vaho diluido en el aire,
como si la tierra en rededor se resquebrajara
y fuera estéril,
tierra, simple tierra.

Es difícil amar a perpetuidad
cuando las piernas buscan moverse del mismo sitio,
si la tormenta es el exilio del corazón,
si en los labios no se distinguen más que señas
e insalvables huecos;
no son más que un nombre y su masa.
Sin embargo, que tan sencillo es dejarse
envolver por el ruido de los niños en la calle,
de las mujeres con la juventud al pecho,
embriagarse y permanecer
en ese sopor suave del vino recién abierto,
sí a la casa a la que el cuerpo llega,
sin ningún consuelo,
hay una silla en un rincón tranquilo
y la risa de los hombres que en ella habitan
se enreda con las estrellas carnosas
que bajan a la ventana,
siempre tan clara,
siempre fresca.

E. Adair Z. V.

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