septiembre 19, 2012

Narración - Ave azul


Ave azul, por E. Adair Z. V. Publicado en la antología 'Silueta: narrativa y poesía' del Colectivo Entrópico, 2011.

A Bossuet Gastón

Aún puedo paladear el sabor del labial en la boca, y en todo el cuerpo. Tomo la botella de Vodka sobre el tocador y me sirvo un trago. Comienza a amanecer. El gusto acre del humo se adhiere a los dientes, amargo y espeso, mientras desciende por la garganta. Encender un cigarro apenas despertar, sin escupir la saliva anegada en los dientes, es un goce extraño; pocos lo entienden. La pieza se sumerge en la oscuridad fingida de las ventanas cerradas. Cada objeto guarda un delicado equilibrio, no obstante su aparente desorden. La sangre se agita y crece con la arrogancia del oleaje que bate contra las sienes. Entre las persianas miro los haces de luz escudriñando el cuarto, tratando de alcanzar a las criaturas de este abismo simulado. Un impetuoso ardor envuelve los ojos, tan calientes… Apenas puedo respirar.

La piel de mi acompañante emerge de las sabanas con la gracia de quien se entrega al sueño. Su mansedumbre desbordada es el centro alrededor del que gira la habitación, lejana del mundo, casi incorrupta. El cuerpo desnudo de una mujer así tiene la gracia de multiplicar su atractivo cuando el sudor evaporado deja ese bálsamo mineral de su violencia física. Los detalles son caprichos del diablo. Observo con paciencia como agita su espalda a cada inhalación. Una infinidad de partículas se revelan en el humo enrarecido que golpea la luz. La miro y no dejo de pensar en el profundo asombro que una mujer desnuda me causa. Más allá de su cuerpo, lo que me atrae es la serenidad de sus brazos, la franqueza en su rostro, y ese pequeño tatuaje detrás del hombro. Es el dibujo de un ave azul agitando las alas. No creo haber visto nunca un ave real con tanta gracia. Mientras observo la tinta crece la potencia de su perfección sobre la carne femenina. Las cenizas que caen del cigarro se acumulan en el pecho. Y ella duerme con la tranquilidad de quien se aferra a un sueño como si fuera a durar por siempre.

A mí también me ha pasado. Desear con tal rabia que esa forma de conciencia, esos figurines en las siluetas de vapor, sustituyan a la realidad; sin importar cómo o porqué, desvaneciendo la ilusión anterior en un instante. Abrir los ojos dentro de los ojos, ver por vez primera. El humo que escapa de la vista se arremolina en el techo. Supongo que la mayor de las atracciones de esa trivial idea es la de perder por completo la noción del tiempo, liberarse de la dictadura de su prisión efímera. Acaricio su hombro. Es patético, lo sé. Pero cuando es todo lo que te queda…



Ella no despierta. Y no la culpo. En el momento que sus pupilas claras se enciendan lo único que verán será la frívola imagen de la habitación en desorden, la luz del día próxima a alcanzar los pies de la cama, y a mí a un costado. Dondequiera que esté, es libre. Descansa de la fatiga de la cotidianeidad, del fiasco de vivir en resignación constante. Dormida de esa manera se ve tan hermosa. Nadie tiene derecho a arrebatarle el anhelo de volver a su inocencia, recuperar un poco. Con forme la observo más clara es su trasmutación. Se convierte en algo diferente. Su cuerpo se abrasa a través del silencio. La finesa de sus manos, la manera en que el cabello oculta su frente, lo brillante de su piel cancina... Se torna un misterio. Ella se funde con su tatuaje, y emerge debajo del lino como un ave, un ave azul. Duermen sus labios la fatiga de la pasión sin ternura. Entregada hasta el fin del mundo, pero incompleta. La comprendo. Sus párpados retienen la impotencia de su generosidad carcomida. Abre las alas con cierta  duda…

Fue bueno mientras duró. Las palabras se deforman en el humo de otro cigarro. Adivino los caminos que tomarán mis pensamientos. No puedo evitar recordar el pájaro azul del poema del  viejo mediocre. Siento la sonrisa áspera. Sí, como el pájaro azul. Algo así tiene gran valor en estos momentos, una curiosa coincidencia. La idea me distrae. Hay que entretener la mente. Sentir aunque sea por breves instantes que no hemos perdido mucho, que podemos volver a comenzar. La calma con que ella respira comienza a molestarme de pronto. Es furia. Reconozco en ella lo que he negado en mí: la esperanza. Y no es una de esas cosas que se puedan recuperar. Fue bueno, fue algo bueno.
Yo no le puedo seguir en ese viaje.
Las puntas de los dedos conservan el cosquilleo apagado de unas caricias pasajeras. Consumida la pasión en su propia espontaneidad no queda nada. Cada mimo insustancial borronea la piel con una película de polvo; una marca indeleble. Lo sentidos se saturan en el alcohol y el aroma de los cuerpos extenuados, tibios, contiguos. Aspiro con fuerza para no olvidarlo. Es la atmósfera de una resaca ligera, de esas que zumban como un foco de argón. En un par de horas habrá pasado.

Tras cada nuevo cuerpo no volvemos a ser los mismos. Un precio justo. La noche termina.

La luz se abre paso y golpea la superficie de los objetos. Ante los ojos la botella se presenta como un recipiente manchado con grasa en el talle del cuello; los cuerpos parecen diminutos, más pesados; el vacío que escapa de la carne fluye por la almohada. Fue bueno, tan bueno como se puede esperar sin pedir demasiado. Y ahora ha terminado, ya paso el momento. Otro día, la misma búsqueda descarnada de razón, de otra vida de la cual alimentarse. La pasión de los cuerpos es un monstruo que absorbe el calor de quienes se encuentran a su alrededor. El sueño escapa a los desgraciados. Es una búsqueda de placer en la materia que nunca se sacia, nunca es suficiente. Perpetúa la ansiedad, y la insatisfacción. Cuanto más se abreva, más se padece la sed. Cada inhalación acompaña un ligero resuello hasta el estómago.

La mujer permanece inmutable. Yo no existo.

Estábamos ávidos de compañía, de ese calor que sólo se encuentra en alguien más, y nos dejamos llevar. Nos consumimos en los apetitos de la voluntad. Estábamos solos. Pero ocurrió lo de siempre, y ahora nos hemos arrancado un filón de alma el uno al otro. El rubor de su rostro, la animosidad de las piernas, el sabor dulcificado del alcohol en sus labios, la extensión de la piel indiferente. Terminamos fracturados, llenos de otros, de recuerdos; cada vez menos reconocibles. Llegamos a la muerte como una unidad corrompida, un objeto desgastado en tantas manos. Es difícil encontrase al borde del espejo y mirar dentro de las propias pupilas. Tenerla acostada y conocer su tranquilad es una yaga inescrutable dentro de mí mismo. Puedo ver aquellas alas brotando de su espalda, pero no puedo tocarlas. Las palmas de mis manos están demasiado cansadas… pesan tanto. Quizás el agua distraiga mi mente.

Sirvo otro trago.

El alcohol calienta el esófago antes que el estómago. Disfruto el ardor. Me levanto. Aspiro por la boca para que el éter suba de nuevo a la garganta. Me acerco a las persianas mientras se acostumbran los ojos a la luz. Afuera acontece el mundo, indiferente a nuestras pequeñas existencias. Enciendo otro cigarrillo. Tal como pensaba, ella es el centro de la habitación. Desde aquí, el tatuaje de su espalda se ve claramente. Si pudiera lograr lo que ella… si tan sólo lograra perder el control de la conciencia, y dejar de darle vueltas a los pensamientos… si tan sólo pudiera escapar de la convicción por ser miserable, tan aprensivo con las pequeñas obsesiones. Una idea complicada. Estoy atrapado en mi propia cólera.

El agua de la regadera se desliza por el cuello. Los golpecillos tibios me arrullan. Es un buen lugar para despejar los sentidos. Permanezco inmóvil bajo el chorro. En el caudal de la ducha navegan demasiadas ideas. Pienso en ella, en mí, en la habitación, en la sed que sé que vendrá, en el deseo insatisfecho de seguir buscando aquello que me falta. Pienso en todo como si no tuviera destino. Las quimeras me dominan, unas sobre otras, con voces simultáneas.

Mientras más tiempo pase en la habitación, cerca de su plumaje, la dificultad para respirar aumentará. Su tranquilidad me perturba. Si acaso fuera parecida a mí podría decir lo que fuera, darle un beso y largarme. No me molestaría en imaginar lo que sentiría, por lo que no supiera decirle… Nunca es sencillo. Trato de conjugar un par de palabras, una buena frase, cualquier cosa que no arruine demasiado la amistad. Nunca he sido bueno hablando con otros. Contemplo las palmas de mis manos, y el agua que escurre en los dedos. Decir cualquier cosa a veces parece tan sencillo, natural, casi instintivo. No para mí. La ropa del día anterior tendrá que servir. Me visto con la paciencia de quien no tiene a donde ir. Tendré que marcharme.

El aire viciado impregna la camisa. Fumo más por costumbre que por adicción. Es simplemente algo que he aprendido a hacer. Y lo hago bien. Simple condicionamiento, costumbre. Algunas revelaciones carecen de misterio. La camisa cuelga del modo en que lo haría una segunda o tercera piel. Las volutas de humo se mueven de un lado a otro, con su franqueza quisquillosa; fuera de tiempo, lejanas, inmunes a todo cuanto les rodea.

La cama con la mujer desnuda bajo las sabanas es una concha marina en la que la luz rompe el oleaje. Allí está ella, todo un laurel en los brazos de Apolo. Su sueño, prolongado por el silencio de la mañana, es un páramo infinito en el que nada brota. No me atrevo a robarle un sólo instante de su delicadeza. El perfume de su cresta es inmune a mi bestialidad.

Busco la cartera. Dentro, junto a las facturas y otros papeles que se han ido quedando allí, asoman los mismos billetes que vi al comprar la botella, las mismas fotografías que atesoré con remordimiento, la excusa para deambular sin rumbo de nuevo atada a un anillo. Aún puedo escapar a algún otro sitio, lejos de esta colosal derrota de una mujer que duerme en su pureza. Quizás sea cierto lo que se dice sobre la imposibilitad de comprar un poco de satisfacción, pero la compañía siempre ofrece la posibilidad de un buen momento. Sin embargo, termina. Cualquier contacto con otro ser humano, sin importar la naturaleza azarosa o efímera, siempre tiene algo de valor. Cualquier instante para dejar de fingir que nada importa es bienvenido.

Sirvo otro trago. El último.

Rasgo un pedazo de papel. Las líneas se escriben con rapidez, casi de manera autómata. Las manos saben lo que tienen que hacer. Cuando ella abra los ojos y lea el mensaje, puede que sonría, puede que se enfade, puede que no le importe. Quizás ni siquiera lo vea, y cuando lo haga ya no sea relevante. Con el tiempo lo sabré. Sólo un beso, un roce en la frente; una extravagancia para no sentir que dejo algo más que dinero. Pequeña ave azul. Trato de imaginarme a mí mismo también como un ave colorida, o purpura o sanguinolenta, extraviada allá afuera en el caos cotidiano. Es fácil ilusionarse con la idea del cambio, mas es una concepción que muere joven. Imagino los pájaros sobrevolando la ciudad. El canto de mi ave se sofoca por miedo a delatar su escondite. Puedo sentir la cobardía de su plumaje desgarrado.

-Disculpa, linda, tengo que seguir buscando. El batir de tus alas sobre la almohada me ha recordado cuán incompleto estoy. Tengo que irme. No me atrevo a despertarte. Un beso.

Mi impenetrable ave debe estar en algún lugar, tratando de vivir cada día la vida que yo no le di. Tendré que continuar buscando una escusa para no abrir la jaula deshabitada, un sitio en que la oscuridad sea tan densa que su canto crezca en toda dirección, desde cualquier sitio.

E. Adair Z. V.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...