Antes del día del Fin del mundo de este año, es necesario compartir un poco de lo que se está trabajando del otro lado de la pantalla. Re-editando (otra vez) el poemario 'El beso del Almendro', han mutado un poco estás letras.
I
Entre los pinos que resguardan el
cielo va la luna,
a su lado surcan la eternidad las
aves en piruetas concéntricas,
ese doloroso espacio de la mente que
explota en la retina,
ahora escolladero que labra efigies
de humores azules
sobre la corteza de la noche tallada
entre la bruma;
esas agujas son dedos que tejen la cara
de la oscurana
al paso de la mano que señala la
senda de las estrellas.
Las falanges son líneas que penetran
el agua que tiembla.
Mis piernas de raíz agria son
clamadas por la tierra,
y avanzan la derrota de no saber
dónde terminan los pasos
de hallarle grietas a los fuelles de
cedro incendiado detrás del aire;
una es la sangre, una la larguísima
cadena de pactos
de las violáceas hierbas y mi propia
carne desenredada;
me detengo a aspirar la lentitud de
las flores en el agua
sobre la fuente, pétalo sedimentario
que navego.
He allí dos mancebas contándole las
chispas al ocaso
mientras sus senos cobijan al
antropófago que toca el agua.
El bronce pulido de sus cuellos
corta la rivera celeste,
y me deja hundir en ese ojo náutico
de bebedor lunar;
su espesura entra a mi garganta que
se abre al mundo,
y el mundo se disuelve en los huecos
de un espejo.
II
Me siento sujeto a las virtudes
horridas de la memoria.
Si fuera una dama, su cabello como
corteza de abedul
se acomodaría geométricamente entre
los dedos,
sus ojos de pozo y calamidad que
llenan la boca hasta la asfixia
me verían dormir con las pupilas
rasgadas;
entre la yerba duermen algunos
fantasmas,
soy un trofeo para los cazadores de
constelaciones.
Sólo Afrodita, la del pecho de
hierro abierto al sol
me compadece desde el pedestal con
su otro amor,
el que guarda para los caídos, los
de la armadura de niebla,
para los que se han desnudado de
cortesanas
y buscan en silencio las tumbas de
las poetas suicidas,
los que contemplan la malaventura de
las pasiones humanas;
sus negros ojos encendidos por el beso
de las décadas
arrancan las sobras de las hojas en el
suelo,
sus huesos de piedra maduran en frutales
letanías.
Su piel gélida conoce también la sed
de la espera,
y alarga la lengua para buscar otro
cuerpo entre las sombras;
ilusión distante, apenas un beso de
sal en el vacío.
III
Me detengo sobre la grama a contemplar
la plaza desierta,
el diminuto trono de esta búsqueda de
un extremo perdido,
revuelvo las figuras en el horizonte,
donde no te quedan rastros.
El vientre del reloj de arena me rebasa
con gentileza.
El aroma de la tierra se renueva en el
miedo ácido
de las aguas de la fuente en que adentro
las manos.
El profano licor de tu boca satura
los pulmones que se queman.
¡Qué es el dolor sino tu carne
perpetua en la piedra quieta,
repitiéndose en delicados ecos que no
encuentran la mía!
Chapingo,
México
E. Adai Z. V.