diciembre 19, 2012

Poema - Sonata de un amor y un sitio




Antes del día del Fin del mundo de este año, es necesario compartir un poco de lo que se está trabajando del otro lado de la pantalla. Re-editando (otra vez) el poemario 'El beso del Almendro', han mutado un poco estás letras.


I
Entre los pinos que resguardan el cielo va la luna,
a su lado surcan la eternidad las aves en piruetas concéntricas,
ese doloroso espacio de la mente que explota en la retina,
ahora escolladero que labra efigies de humores azules
sobre la corteza de la noche tallada entre la bruma;
esas agujas son dedos que tejen la cara de la oscurana
al paso de la mano que señala la senda de las estrellas.
Las falanges son líneas que penetran el agua que tiembla.

Mis piernas de raíz agria son clamadas por la tierra,
y avanzan la derrota de no saber dónde terminan los pasos
de hallarle grietas a los fuelles de cedro incendiado detrás del aire;
una es la sangre, una la larguísima cadena de pactos
de las violáceas hierbas y mi propia carne desenredada;
me detengo a aspirar la lentitud de las flores en el agua
sobre la fuente, pétalo sedimentario que navego.

He allí dos mancebas contándole las chispas al ocaso
mientras sus senos cobijan al antropófago que toca el agua.
El bronce pulido de sus cuellos corta la rivera celeste,
y me deja hundir en ese ojo náutico de bebedor lunar;
su espesura entra a mi garganta que se abre al mundo,
y el mundo se disuelve en los huecos de un espejo.

II
Me siento sujeto a las virtudes horridas de la memoria.
Si fuera una dama, su cabello como corteza de abedul
se acomodaría geométricamente entre los dedos,
sus ojos de pozo y calamidad que llenan la boca hasta la asfixia
me verían dormir con las pupilas rasgadas;
entre la yerba duermen algunos fantasmas,
soy un trofeo para los cazadores de constelaciones.

Sólo Afrodita, la del pecho de hierro abierto al sol
me compadece desde el pedestal con su otro amor,
el que guarda para los caídos, los de la armadura de niebla,
para los que se han desnudado de cortesanas
y buscan en silencio las tumbas de las poetas suicidas,
los que contemplan la malaventura de las pasiones humanas;
sus negros ojos encendidos por el beso de las décadas
arrancan las sobras de las hojas en el suelo,
sus huesos de piedra maduran en frutales letanías.
Su piel gélida conoce también la sed de la espera,
y alarga la lengua para buscar otro cuerpo entre las sombras;
ilusión distante, apenas un beso de sal en el vacío.

III
Me detengo sobre la grama a contemplar la plaza desierta,
el diminuto trono de esta búsqueda de un extremo perdido,
revuelvo las figuras en el horizonte, donde no te quedan rastros.
El vientre del reloj de arena me rebasa con gentileza.
El aroma de la tierra se renueva en el miedo ácido
de las aguas de la fuente en que adentro las manos.
El profano licor de tu boca satura los pulmones que se queman.

¡Qué es el dolor sino tu carne perpetua en la piedra quieta,
repitiéndose en delicados ecos que no encuentran la mía!
Chapingo, México

E. Adai Z. V.

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