agosto 23, 2013

Libro - Una temporada en san Miguel Teotongo


Cuando uno escucha las palabras ‘realismo sucio’ lo primero que piensa es que la realidad ya está demasiado manchada por sí misma, y que no puede ser posible llevarla más allá de lo que ya es. Y esto es cierto. La realidad es la única posibilidad conocida en el mundo, pese a la casi infinita gama de variaciones que pudieron ocurrir para que fuera distinta. Pero el llamado realismo sucio no es eso, por fortuna. Dentro del mundo literario existe una corriente que se ha bautizado a sí misma como la heredera de Charles Bokowski, o cuando menos, de cierto estilo aproximado. Se trata de hombres y mujeres que buscan encontrar un sentido en las palabras más descarnadas que conocen, en el ir y venir de los días, tal cual son. El realismo es la renuncia a la lírica y la magia, es la proclama de la humanidad desnuda en su franqueza. Y es sucia porque el hombre es sucio. Su cuerpo es sucio. Su lenguaje es sucio. Sus ciudades, sus actos… su vida, es sucia. El gran perdedor ‘Hank’ nos dejó un legado sobre el dolor, que sólo podía compensarse con un pequeño atisbo al recuperar algo de lo que le habían arrancado, y que se disfruta. Es estar tirado en el suelo, sonriendo al puño que se dirige al rostro. Eso es el realismo sucio.

(Portada, reedición 2012.)

Alberto Vargas Iturbe es también un perdedor. Un fracasado. Un expulsado de los círculos de escritores de renombre, de la vida de la intelectualidad mexicana de conferencias y cadenas editoriales, de la esperanza de llegar a las grandes masas como un héroe de las letras. Es, a su manera, una de las peores cosas que le han ocurrido a la literatura mexicana, vanagloriada en sus pequeños adoratorios insustanciales de un orgullo falsamente americano, más pose que fuerza vital. Lo cierto es que Alberto sólo es un hombre. Nacido en Michoacán, campesino, migrante, otro en las filas de rostros cansados que escurren por las grietas de la ciudad más confusa del mundo. Y es escritor. O eso nos ha dicho. Y nosotros lo hemos aceptado como cierto, porque lo hemos leído. Sabemos quién es.


En el trabajo de Alberto sobresalen dos cosas fundamentales. La primera y más obvia es la pasión desmedida por el sexo, por las mujeres, por el calor de los cuerpos que se encuentran en las más sórdidas posiciones de cualquier parte de la ciudad, que más raya en la obsesión de un hombre al que se le han negado muchas cosas de la vida que en la pornografía del pelele que dicen sus detractores que es. La otra parte, esa no se menciona nunca. Está prohibido hablar en voz alta de ello, más por respeto que por mística. Alberto es un hombre sensible, medio viejo, enfermo, decepcionado de la vida en la Ciudad, entre la mierda y la miseria de los restos de la sociedad, esperando el golpe de suerte que le llevará a ser un escritor de esos que pueden vivir de las regalías. Es un pobre cabrón, en pocas palabras. Si Charles hubiera hablado un poco de este castellano tan nuestro, el héroe anónimo de su literatura ,‘the big loser’, se habría llamado así. Pero Alberto también es un hombre muy alegre. Gusta de la charla y del desmadre, de platicar haciendo la mayor cantidad de ruido posible, con la mesa llena de rostros, y las más pícaras anécdotas que puede atreverse a contar. Y eso nos cuenta en sus historias.

(Contraportada, reedición 2012)

Al igual que en el trabajo de Charles, O Nabokov, Almudena o incluso el pequeño Sade, hablar de la pornografía de Alberto es no sólo no haberlo leído, si no, tampoco haberle entendido. Porque muy a pesar de Alberto, el tema central de su trabajo no es la mujer, o la “cogedera”, ya ni siquiera los chistes de barrio que nos cuenta con la soltura de quien recuerda con dulzura las travesura de la adolescencia. Alberto nos lleva más allá de todo esto, hasta las entrañas de un mundo sórdido, corroído hasta lo enfermizo. Alberto no es sólo un pobre cabrón más que llegó a Cudad Neza porque no tenía de otra, él es Ciudad Neza. Y nos cuenta la historia de sus cicatrices de la mejor forma que puede: alegre y vital, demadroso, pelado, amistoso. Porque él la vio crecer, y lo hizo junto con ella. Esto es lo que podemos encontrar en la novela ‘Una temporada en San Miguel Teotongo’.
Este libro nos cuenta la juventud de Alberto, o de esa criatura imaginaria que es para sí mismo, el escritor de barrio que ve pasar la vida hasta dar el golpe definitivo. Un joven que va entrando a la vida universitaria y que tiene que trabajar en una tienda de abarrotes que pertenece a su hermana, para poder salir adelante. Alberto nos cuenta sobre un mundo fantástico, que a muchos nos deja sin palabras. No es la promiscuidad, o la violencia, sino la ingenuidad de sus vidas lo que nos fascina a los que somos más jóvenes; pero no tanto como para despreciar el valor de estas historias que nos comparte. En San Miguel Teotongo vemos, leemos, el nacimiento de la figura retórica que es Alberto Vargas, la leyenda que se forjará sobre el mismo. En este libro vamos a conocer algunas de sus pillerías, de sus gustos, y de sus aventuras sexuales. Francisca Flores Cano, la mujer de Chanito, las gemelas de las naranjas picadas, la madrota lesbiana, la chica del los tacos de carnitas, las putas de la Merced o de Pino Suárez, todas la mujeres de Alberto. Porque la vida es la cogedera, diría este autor, que a sus anchas puede sentarse a mirar el mundo y mandarlo a la chingada. Nada le debe a nadie. Par Alberto todo es tan simple como comer, beber, y salir satisfecho de entre las piernas de una mujer. La vida se arregla como sea, siempre alrededor. Esto es de lo que nos escribe en su libro, la historia de las historias de las personas que ha conocido.

(Verónica Peregrina, foto de Mario Rodríguez López)

Pero más allá de eso, también nos deja ver más de lo que él mismo quisiera. EL libo de Alberto es una ventana a otros tiempos, a otra forma de concebir las cosas. Nos habla de la desesperación y del libertinaje, única escapatoria que tienen sus personajes al dolor de la existencia. Podemos leer entre líneas que el mundo es terrible, y que hay demasiadas sombras dentro de la mente de los habitantes de esta región del mundo. Incluso nos ofrece un elegante intermedio para hablarnos del nacimiento de un caballo (ese Alberto orgullosamente campesino), porque no todo es coger. Coger es un verbo interesante en la mística latinoamericana, ya que incluye violencia y venganza; siempre contra la muerte, en el caso de Alberto. Todo el libro nos cuenta de las aventuras carnales del joven Alberto,  que jamás evoca la palabra amor. Nos cuenta de sus mujeres, de sus amigos, de sus vicios, de sus escondrijos, de sus pequeños recuerdos. Todo el libro es un muestrario sexual de palabras y sinónimos para el pene y la vagina. Alberto es un hombre de gran capacidad de narración, y su libro es el capítulo inicial de su propio mito.

(Frida Con Todo Mi Odio, foto de Mario Rodríguez López)

Sin embargo, al final del libro, se le cae el teatrito. No es que se le acaben las historias, o que simplemente se aburra de hablar de sexo. Al final del libro Alberto nos deja ver por debajo de su amplia sonrisa al hombre que hay detrás del escritor. Y esto es lo que siempre se puede encontrar dentro de sus textos. Lo demás sólo es para poder hablar de lo que en realidad trae dentro este cronista del sexo bello, lo que le carcome con lentitud. Alberto nunca lo admitirá, pero es un buen escritor. No por sus aventurillas, sino por sus reflexiones, que deja caer cuando cree que todo mundo está distraído pensando en una chaqueta. Él no necesita aplausos, o reflectores, o entrevistas. Ya está muy viejo para eso. Y tiembla cuando lee en público. No tiene madera de famoso, y tampoco lo necesita. Para Alberto la mejor crítica es la risa lujuriosa de sus lectores, y alguna platica indiscreta que pueda escuchar en los pasillos de una feria de libros “¿ves ese libro? Me hice como 40 chaquetas cuando lo leía.”

Mucho más se puede decir de este libro, pero es mejor dejar que sea leído para no arruinar lo cómico de sus páginas. La edición del libro corrió por cargo de las ediciones del Colectivo Entrópico, en reimpresión. La corrección y arreglos fueron hechos por Salvador Bretón. El fotógrafo Mario Rodríguez López se encargó de darle vida a las páginas, gracias al talento y belleza de las modelos Verónica Peregrina y la siempre encantadora Frida Con Todo Mi Odio. La impresión de esta edición se realizó en el DF en 2012 por Editorial Fridaura.

Texcoco, agosto 2013.

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