Algo en la luz que aguarda tras la ventana parece ridículo,
tan escaso sobre lo que toca, siempre inamovible en la voluntad
de no querer descubrir el movimiento de los astros;
y el hambre, la puta hambre desproporcionada por rencor
arrinconándose en el pecho como una rosa podrida.
Soy un maestro en la torpeza de mentir,
en su sublime acto de repetirse con galantería fatua,
en ensayar frente a los espejos esta retorica de negar la muerte
y expirar sin proferir ninguna otra palabra;
me basta amar la luz que golpea los cristales
sin que nos cambiemos a ningún sitio apartado de la tranquilidad.
Los dedos giran conforme la niebla en los ojos
me desciende a la garganta. Tiendo las manos a la luz.
No hay otro golpe de aliento, un beso que siga al último.
No se puede escapar del silencio. Yo Voz, lo digo.
Se ha terminado el vino
fresco, y los caminantes
de la habitación han marchado con los destellos
en las copas sobre la mesa.
Cuántas mujeres han sido la casa abierta de la furia,
cuántas bocas no han falsificado la silaba final del verso
que dejo caer en la servilleta sucia, pintarrajeada…
No tengo el ánimo para contestar ligerezas.
¿Y el amor?, preguntarán, ¿y el destino?, murmurarán.
Soy un hombre entre muchos que son iguales a mí.
No me pregunten sobre lo que no conozco.
Y esa luz, la luna sin
piedad, roca bella que permanece
entumida en su reino de la nostalgia, arde en mitad del cielo;
se mantiene fuera, llamándome a salir desnudo
para sentir el aire frío que raja el cuerpo.
Cierro los ojos. Busco pequeñas palabras caídas de la libreta.
En derredor hay trozos de cuerpos, pedazos de sonido
que se disuelven cuando mi lengua los alcanza.
Nombro las cosas que nacen en el mundo
apenas me responden las manos entre el silencio.