julio 03, 2014

Narración - Motel los Álamos (Ney Antonio Salinas)

MOTEL LOS ÁLAMOS
Por Ney Antonio Salinas


Desde la ventana, el hombre hecho sombra podía asomarse al mundo; –un puente inevitable que conducía al infinito– sus sentidos eran todos antena para los pulsos de la noche: un perfume arcano, una cancioncilla obstinada, distante como una voz que se apaga. Una secuencia inexacta de luces señalaba la trayectoria serpenteante del Periférico Sur, y de igual manera le parecía que ésta conducía directo al infinito, aunque luego el sentido común parecía volver de cuando en cuando para confirmarle que la carretera bajo la línea semicircular de luces sobre el boulevard llevaba a San Fernando si se seguía de frente, o a San Cristóbal de Las Casas si se viraba a la derecha, o bien a Coita si se enfilaba hacia la izquierda. Y el gigante ciclópeo que iluminaba la ciudad con su ojo penetrante y absoluto era la antigua cárcel que un día se llamó “Cerro Hueco”. Una certeza total que adquiría cada noche al ver esa luz, una certeza que lo invadía en su calidad de inquilino pretérito de sus muros y estancias y soledades. Fuma y recuerda sus días de lucha en los ochenta, el precio del maíz había caído estrepitosamente por el incremento de importaciones; días de lucha, de combate, de caminar las calles y poblados más miserables y encontrar en cada rostro maltrecho, en cada esquina, en cada cuerpo desnutrido y ajado, en cada casa un espejo que le devolvía esa dosis de rabia y locura con que sus noches y días eran sometidos y destinados a las marchas y manifestaciones de los campesinos de las regiones Centro y la Fraylesca del Estado de Chiapas. A caminar las montañas y veredas de una geografía lastimada y olvidada, desde temprano, hasta la noche total en que la vida fue pasando sin que él se apercibiera y sus soledades fueran demasiado concurridas, sin apercibirse de que ella, Aurora, un día dejó de tejer en su entrañable Ítaca; dejó de esperar.

            Luego el cigarro consumido recorre una vertical imposible, breve animal herido y humeante, desde su mano temblorosa hasta allá, algunos pisos abajo en la boca de la oscuridad, abierta e insondable. El viento posee una canción que proviene de algún lado; a veces le parece un blues de B. B. King o un soul o un jazzBlue moon, en la versión de Diane Shaw: entonces, observa en la televisión encendida a volumen cero el rostro de un escultor, y recuerda un reportaje de hacía ya un tiempo en el que ese mismo escultor llegaba al municipio de Arriaga en la costa de Chiapas a realizar una obra para el ayuntamiento. La escultura proyectada –¿una sirena, una caracola, una flauta en forma de didgeridoo?– tenía la peculiaridad de contar con varios hoyos diminutos, colocados quirúrgicamente en diferentes partes de la forma, para que al paso del viento produjera música como si se tratara de una flauta o un instrumento de viento tocado directamente por los labios de Ehécatl. –Así, explicaba el artista: intento conseguir un efecto que ciertos pobladores de las zonas rurales de China logran en los bosques de bambú, al hacerles hoyuelos en los tallos, de manera que cuando pasa el viento entre ellos, se produce música y al concepto los campesinos lo llaman El bosque que canta. Arriaga es un buen punto geográfico para ponerle un micrófono al viento y podamos escuchar su voz, su música, su misterio, su dolor, su poesía…– Otras veces, de entre los acordes de la melodía omnipresente surgen notas de acordeón, luego, algunas de trompeta o armónica; y la noche parece llorar.


            La solapa del saco sujeta las huellas de un labial; el rastro de unos labios en lucha contra el color y el impasse del tiempo. La corbata ha cedido porque su tacto llegó a ser opresión ejercida al cuello, liberándolo así para que ejerciera su función biológica. El trémulo sonido del aire acondicionado en funcionamiento no es suficiente para devolverlo al mundo, desde la imagen fija de ella esta mañana en que la descubrió entre las personas alrededor de la mesa circular de un café, en San Cristóbal de Las Casas. Luego el saludo, el beso de fuego clandestino que le dio en uno de los pasillos junto al baño; la cita en Motel Los Álamos. En la oscuridad enmarcada por la ventana rectangular los ojos infinitos de ella están fijos. El viento frío en las alturas asciende desde la ciudad incandescente trayendo su caudal de aromas, gritos, ayes, palabras y voces venidas hasta las lindes de la oscuridad. El lustre de los zapatos le devuelve la imagen deforme de un rostro borroso; tarda en comprender que es el suyo.

            El rostro se replica –enfermizo y lejano– en el vaso rebosante de JACK DANIEL’S. Las manos temblorosas buscan dentro del saco la cajetilla de cigarros Raleigh. El fuego que debe provenir del encendedor en forma de medialuna –suvenir que compró en alguna calle de Calcuta hace más de un año, en su viaje de visita diplomática como diputado federal al gobierno hindú– tarda en emerger. La llama titubea, oscila. Consulta la hora en su Rólex. El hombre golpea la pared con un puño convulso y en el gesto hay más tristeza que ira, más dolor que rabia. Ella no vendrá, vocifera una y otra vez; al tiempo que jalonea sus cabellos. En un movimiento imprevisto el viento crece desde la oscuridad hasta ser un gigante instantáneo, un eco invencible perdido en la noche que colma toda la habitación con su grandeza y su tragedia de mil años: ahora agita las lámparas colgantes, extiende a su antojo las cortinas, hace rodar el florero del buró con todo y su contenido vegetal. En el buró persiste la sólida imagen de la Smith & Wesson, 0.38 Special, con cacha de oro. El viento trae consigo un frío que hace estremecer el endeble cuerpo del hombre en la habitación. Una habitación que se extiende en la larga noche del invierno hasta el laberinto donde se han quedado los ideales y el pasado.

            Sobre la cama hay un maletín de fino cuero abierto de par en par, tiene incrustadas en letras doradas iníciales o signos o caligrafías arabescas de una firma: PO. Dentro está apilada en perfecto orden una columna de hojas impresas con un texto sin delimitaciones ni estrofas posibles. Todo parece ser un enunciado infinito. Un cúmulo de letras y tinta; la historia de un hombre condenado. La carta de auxilio que jamás cabrá dentro de una botella vacía para beneplácito del náufrago penitente. El viento se ha colado y arrebata del maletín –que semeja la cabeza de un monstruo mítico emergiendo de la blancura de las sábanas y alarga su lengua de papel hacia la noche– la pila de hojas en una sucesión de aleteos y vuelos.

El hombre ve ante sí un desfile perpetuo que se corresponde con algún sueño. Lo recuerda vívidamente de su paso por el mundo brumoso que habita tras el telón de sus párpados cerrados: una playa infinita que divide al mundo y al sueño en dos hemisferios; de un lado el mar picado por un viento indómito y del otro una playa que al extenderse hacia el horizonte se torna un desierto, una mancha infinita de arena blanquísima, una línea a donde golpea la fuerza de la memoria ida. Sus ojos acuosos parecen reflejar el instante perdido o el cielo pleno de un azul marino intenso como el color que usa para pintar los vestidos de Aurora en los lienzos que le ha dedicado a ella todos estos años de conflagración nacional. La playa: si, esas hojas son gaviotas que remontan el vuelo hacia el centro del recuerdo. Ella no vendrá. Eso dice la voz escondida en los pliegues del viento, en la soledad que ahora le circunda, la lejanía que duele y todos los segundos se van haciendo horas que caen copiosamente sobre él como gotas de lava; si, hay un grito previo al llanto que cabe en un segundo cargado de siglos.

La cama, en perfecto orden, representa un dolor y una añoranza que crece a cada latido, un campo de batalla abandonado, ajeno a las victorias y tan constante en la derrota de la razón ante los sentidos. Intenta verse reflejado en el espejo que tiene enfrente, pero tan sólo atina a vislumbrar una sombra, una palabra, una playa, una pila de libros, un rayo que asciende por el horizonte, una pira incendiaria que se eleva como antorcha romana, una estatua que se desmorona en la noche de mil años o la promesa olvidada de esta noche en los labios de una mujer hermosa hasta la locura, hermosa a más no poder. Coge el maletín ya vacío y lo lanza por la ventana. Se detiene en el color azul marino de la alfombra; de pronto teme hundirse –con toda su poca fe– en el mar que el color a sus pies le indica. Ella no vendrá; la certeza que ha conquistado es inherente al viento, con ese susurro que parece decir un nombre: Aurora. El hombre se recuesta en la cama, se enjuga el sudor de la frente con la manga del saco. Toma del buró la pistola, comprueba su perfección industrial, su ingeniería; y la limpia en la solapa agregándole más brillo. Allá abajo, frente a las letras invertidas de neón que develan el nombre del lugar la noche lo es todo, el mundo cargado de voces distantes y descubre entonces que la memoria pesa y el silencio es una losa –de un segundo a otro– rota por el rugido de un disparo. El hombre sobre la cama empieza rápidamente a desangrarse, su cabeza está pulverizada, de pronto una tranquilidad infinita invade su cuerpo, la noche parece haberse detenido en su reloj, en su carne, en su mirada ensombrecida y ausente, en su cuerpo enjuto y flaco, apocado, en la tinta que circunda el mundo de papel sobre el piso; sólo hay rastros de su memoria esparcidos en la blancura de las sábanas y de las hojas donde ha plasmado el itinerario de una noche interminable. Sin embargo, muy lento va desapareciendo hasta no quedar ni rastro de él ni de las hojas de su novela inconclusa dispersas por toda la habitación momentos antes, ni de la sangre, ni de la memoria, ni de su paso fugaz por el reino del viento que viene del sur, del doloroso sur. Entonces, desde la soledad de la habitación se hizo el olvido… en el espejo la ventana abierta reflejaba la noche y un hombre con la luna por rostro, como si fuera una deformación dolorosa de algún cuadro de René Magritte.


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*Ingeniero en Planeación y Manejo de Recursos Naturales. Nació en Tiltepec, Jiquipilas, Chiapas, México, el 13 de Agosto de 1979. Narrador y poeta. Publica en diversas revistas nacionales y suplementos; cuento, relato y poesía. También cultiva el género de novela. Ha cursado estudios en países como Canadá, Estados Unidos, Alemania, Cuba y España. Autor el Retorno y otras Nocturnidaes.

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