A
Magi
No
te voy a seguir mintiendo, ya ha sido demasiado. Lo he tenido que pensar
durante un largo rato antes de siquiera encaminarme por la calle; de tanto
darle vueltas creo que ya me escurre un hilo de sangre por la frente. Lo que
fue una insignificante dolor de cabeza se ha convertido en una notable migraña,
cada vez con un latido más vigoroso, como un recuerdo que golpea
constantemente. Creí que no se detendría nunca. Ha sido incomodo tener que
juntar las cartas del mazo que dispersamos sobre del comedor, con desprecio,
para borrar la insatisfacción de no tener nada bueno que decir; era forzoso
terminar con el juego que habíamos comenzado, punto. Es una sensación extraña
la de verte así, sin esa naturalidad -una rara impresión- de estar frente a un
cuerpo que tiene un perfume de almendras, herido, a algo que agoniza. La
perpetuidad del tiempo no es suficiente para lamentarse. Sí, amor, es necesario
que admitamos que así son las cosas ahora, y que no hay manera en que logremos
escapar de lo que hemos hecho. Todavía podemos ser fugazmente honestos si me
permites continuar hablando. Quizá logremos echar mano de las palabras, tratar
de salvar algo. Además, se nos acaban las muecas para fingir que somos
imperturbables. No es que estemos de pie frente a una profundidad desconocida,
únicamente nos falta el aire. La confidencia que aún queda nos permite recurrir
a la franqueza, incluso si parece descarnadamente grotesco; precisamos ser así,
otra vez. No me mires de esa forma, era cuestión de permitir que el silencio, cada
vez más prolongado, fuera guiando la empuñadura de las manos.
Nos
hemos consumido hasta el tuétano de los huesos para darnos cuenta de dónde nos
encontramos, de lo estancado que se ha tornado el caudal en la que flotan
nuestras magnolias, como antes solías llamar a lo que teníamos, y que se nos
han podrido de pronto. Quizás la pasión fue más de lo que podíamos manejar, o
quizás es cierto que el agua que no fluye se llena de pesares, de minúsculos
rencores que van creciendo en la ciénaga del fondo. Nos envenenamos al beber en
esa rivera, en la que los lirios dieron paso a las raíces de otros árboles, y
que fueron muriendo. El crujir de las ramas enfermas nos llenó de cólera... He
buscado la manera de mostrarte lo que ocupa mi mente; aunque al parecer no soy
bueno en eso. Disculpa, hablo como si pensáramos en lo mismo. Se dice tanto
como se tenga necesidad de escucharlo. El camino es largo, muy largo; y no
tenemos otra opción que recorrerlo entero, en la misma dirección. Escucha, no
pido más. Sé que aún puedes hacerlo. No permitiré que acabemos como aquellos
que apenas se saludan con el torcer involuntario de los labios, llenos de
indelebles resentimientos. No voy a permitir que eso nos pase. Es inaceptable.
Te conozco, pese a lo que has cambiado, pese a lo que he cambiado. Tranquila,
los reproches no se adueñarán de los dedos, parecidos a una artritis que crispa
las endurecidas señas. No debe suceder eso.
Jamás
fuimos buenos para mentir, o no lo suficiente. Por eso no se puede dejar de
lado lo que sentimos. Tampoco podemos negar que sabemos lo que está ocurriendo.
Y pensar que esa era una de las virtudes que compartíamos, cuando todavía era
una virtud trascendental entre ambos. Es necesario resignarse, dejar de pelear
contra lo que hemos hecho. No hay vuelta atrás. El baile de caretas al que nos
hemos sumado al paso de los meses, en que tratamos de disimular el malestar que
nacía dentro del pecho, impide que nos arranquemos la máscara del rostro; no
sin dejar ver mucho más de lo que estamos dispuestos a ceder. Siempre es
necesario ceder. La sangre deja marcas indelebles en el sitio en que se
derrama. Tenemos bien ceñidas esas efigies de lo que recordamos que fuimos, que
construimos con semejante ahínco; y nos convencimos que la imagen que devolvían
cada vez las copas de vino barato entre el ruido y la gente era lo que en
verdad éramos. Era inminente. Al menos todavía estamos cerca. La verdad
importa. Sabes que me duele terriblemente tener esta conversación. Daría otro
poco de vida para evitar hacerlo ahora, contigo… de esta forma. No parece que
tengamos muchas opciones, ni tiempo....
¿Recuerdas
cuando era asombroso hablar de la cartelera de la cineteca? Eran buenos
tiempos. Salíamos de casa, y caminábamos calle abajo sin parar de enunciar los
detalles irrelevantes que saltaban al paso. Entonces hablábamos de cualquier
cosa, y era maravilloso. Extraño el helado de café que aguardaba en la nevera
mientras veíamos la ventana desde el sillón de la sala. Hubo buenos momentos…
Ahora no puedo mirarte por más de unos segundos, un violento atisbo, antes de
apartar la mirada. Nos queda el espacio hueco del refrigerador.
Podríamos
habernos dado la mano, estrechar las palmas con la poca firmeza de quienes se
pierden dentro de una distancia, mirar por encima del hombro para asegurarnos
qué hora marca el reloj de la pared del fondo, toser, y no decir más. Era el
camino fácil. Una puerta se cierra y suena como si alguien disparará cerca del
corazón, después continúas el paso tratando de no volver la vista al cuerpo que
se enfría sobre la alfombra. Pero la verdad de todo esto, si la hay, es que
ambos teníamos que llegar hasta el final de nuestro resentimiento. La vida está
repleta de círculos, según dicen. Unos apenas comienzan a abrir con la fina
curvatura de su línea, otros persiguen el dibujo de su contorno hasta volver al
inicio, hasta cerrarse. Nosotros tenemos que esforzarnos por terminar con un
trazo elegante, uno que reproduzca los años que se encierran en su carne. De
otra forma, las fisuras no dejarán que las cicatrices cierren nunca. Supongo
que ya no nos corresponde decidir hasta donde llega el efecto de nuestra mano y
donde comienza la autonomía de su existencia...
El
amor es un acto de recolección de lo que hay sobre el camino. Vamos por el
mundo tratando de apoderarnos de los fragmentos que se nos presentan por
delante. Nunca dejamos de ser las criaturas nómadas que permanecen al acecho de
un golpe de suerte. La fortuna que se encargó de reunirnos ahora debe
separarnos. Llega a ser cómico, si lo piensas lo suficiente. Terminamos
buscando bajo la sombra del mismo árbol, y cuando nos dimos cuenta ya estábamos
juntos, tomando cuánto podíamos de un dulce almendro; inconscientes de lo que
significaba. Y los árboles más bellos siempre son salvajes, puros. Alzamos del
suelo lo que parecía bueno, lo que tuvo buen sabor. Las semillas que caen de
esa clase de árboles, en la manera en que caen, nos envolvieron con la
extrañeza de su sabor, embelesados por la suavidad de las almendras en la boca.
El aceite que queda en los dedos es la materia prima que nos construye, no una
forma.
Si
quieres deja que la furia se desborde por completo. Hazlo. Antes que el
silencio sea absoluto; imperturbable silencio. La sangre se mantiene tibia. He
venido a desnudar mi corazón, a mostrarte que no te oculto nada; yo no comencé
a mentir, y no terminaré haciéndolo. Sé que piensas que me aferro demasiado a
las evocaciones, pero ¿no extrañas esas veces en que podíamos hablar sin que la
cólera brotara por todas partes? Las palabras eran íntegras entonces; ninguna
trampa semántica se agazapaba a la expectativa de una distracción, sin sentidos
dobles, sin lacerantes dudas. La violencia lleva a la violencia, únicamente. El
odio nos vuelve ciegos, y no sabemos cuándo hay que callar, lo que no hay que
decir. No quiero pelear de nuevo. Si sirve de algo: lo lamento. El aire del
cuarto apesta demasiado a rencor, a fracaso.
Creo
que por fin he logrado verme del otro lado del espejo. Sin la farsa de la auto
compasión que nos mantiene tan tranquilos, tal cual he sido. Me he vislumbrado
con cierta claridad, y te he visto más allá de lo que me dice el espíritu que
eres justo ahora, a mi lado en la habitación que una vez fue todo lo que
deseamos. Es de sobra nítido, evidente. Veo una figura carcomida y malhumorada
que se recluye en sus propios pensamientos, ajeno de lo que pasa a su lado, una
entidad hueca que sostiene un cuerpo casi muerto. Veo el suelo, y la luz que
entra por la ventana. A través de la superficie del espejo noto las facciones
desencajadas del final. Una noción ingenua… Me pregunto si la imagen que yo
percibo se asemeja en algo a la que tienes de mí. Debes creer que soy un
monstruo. Supongo que es necesario contemplarse fuera de la vanidad y el
prejuicio del ego antes de perder la razón. Tranquila, puede que no sepa cómo
hacerlo… pero es por ti, siempre es por ti. Es importante decirlo.
No
busco consuelo tratando de hacerme responsable por las cosas que no hice, lo
que no dije y debí; no hay manera que me dé tranquilidad tratando de ocultar el
rostro dentro del cinismo. El aire no ha sido benévolo con nosotros, nos ha
envinagrado el alma. Entiendo lo que he hecho. Uno de los dos tenía que cargar
con el peso que nos permitiría liberarnos del sufrimiento. Permíteme un acto de
absolución. Es sólo un movimiento de las manos, un formalismo. La decepción me
entorpece la garganta. Intento que el trago sea menos amargo, que no sepa el
cianuro que envuelve esta conversación. Si tan sólo pudieras desentrañar mi
mirada, entender la pesadez de la sangre en las manos que se han quedado
vacías… podríamos escapar de este cuarto, de las luces exhaustas que trepan a
la ventana... También yo debería poder internarme en esas pupilas tuyas y
emerger del otro lado antes que se apague su brillo. Parece que nos hemos
empeñado en hacer lo posible por que no sea así. Vivimos en tiempos donde el
amor es un lujo, y lo tomamos a juego.
Quizás
cuando éramos demasiado jóvenes creíamos que amaríamos hasta la muerte. Nos
limitábamos al instinto de lo que juzgábamos era lo que se debía hacer. Pero el
cambio nos encontró. La convicción se va desgastando como todo lo demás, y
declinamos en ese malestar. Era cierto entonces. Fuimos idealistas, fuimos un
ardor para que la voluntad fuera el histrión de cada momento. Y no vimos llegar
el ocaso. Tú y yo, o yo y tú, o ambos, o cualquier variación que sea menos
hiriente, caímos cautivados por el instante en que escuchamos lo que teníamos
que decir el uno sobre el otro… Ya lo sé, es tarde para sentimentalismos…
¿No
te parece una idea grotesca la del amor interminable? ¡Así lo creímos! No puede
ser perpetuo, no puede ser un empedrado constante que cuida de las direcciones
que cruzan el mundo, no sin estar desgastado, roto. Debe corregirse, ser otro,
convertirse en una entidad mutágena que escapa de la comodidad de permanecer
definida y tibia, tan llena de polvo. Eso pasó, nos acostumbramos al deseo del
primer día. Fuimos tontamente crédulos al creer que éramos únicos. Nos ahogamos
en la obsesión de no dejar transmutar lo que fuera que éramos. El amor conoce
de sobra a los amantes, los ha visto a todos. La desidia es terrible. Podemos
fingir la indiferencia, no mentirnos entre nosotros. Puede que sea un sofisma;
no sería la primera vez; aunque cualquier otra cosa lo es en estas
circunstancias. Tardamos en comprender que lo nuestro era semejante a un árbol
de frutos que la costumbre torno amargo, del que nos empeñamos en comer, más
que un idilio botánico.
La
desgana se apodera de mi voz. La tarde penetra con desgana por los ventanales.
Trato de no darle vueltas innecesarias. Tu visión me confunde, me doblega. Ni
siquiera ahora te puedo dejar partir.
La
saeta que nos unió una vez, y que nos jactamos de poseer, es la que nos está
envenenando: la punta de acero que enalteció su trazo por el aire se ha llenado
de óxido. Las entrañas guardan una humedad violenta, profusa, de agua
empantanada. Aparto el cabello de tu frente. El afecto termina doliendo cuando
es una repetición de gestos. Eso es el amor. Es un acto sanguinario que nace
del cuerpo. Apenas se abre la carne de la manera en que lo haría una flor
rasgada, tras una lucha llena de crueldad, se puede escuchar el ruido. Un acto
animal en que se bebe la sangre que mana por el pecho de otra persona hasta
dejarla seca. No me gusta pensar en el amor de esa manera, mucho menos en el
tuyo. Pero me he convencido que es así. Tal vez sea cuestión de decidir verlo
de esa o de otra manera, no lo sé. No, no deberíamos perder incluso esa
ternura; ni siquiera en este momento.
Estoy
bastante alterado, perdona la palabrería. Trato de sobrellevarlo.
Velo
como quieras, desde la mansedad arruinada de tus ojos o la pesada resignación
en los míos. Sé tan injusta como gustes, a esta hora da igual. No hay espacio
para las mentiras, no nos queda margen. Es inútil tratar de fingir que puede ser
de otra forma. Mentir es un mal hábito que se aprende con rapidez. Por eso vine
hasta ti. No debemos guardar secretos. Las palabras que no se dicen en el
momento oportuno se quedan atrapadas dentro del cuerpo, parecidas a un eco. No
hay serenidad en la cobardía. El rencor se arrastra hasta la última exhalación.
Antes de permitir eso debemos enfrentar nuestros temores. Luego se va la vida
alrededor del deseo de tener otra oportunidad para actuar con honestidad. No
pienso permitirnos que eso nos pase. Algo nos queda en las manos… ciertos
fragmentos de dignidad que podemos conservar pese a todo.
¿Recuerdas
cuando nos conocimos? Fue un accidente, una simplona casualidad. Convergimos
con cierta premura, y lo llamamos predestinación. Conocimos a las mismas personas,
el mismo sitio. Una naturalidad instintiva. Fuimos asertivos, o cuando menos
oportunos; de cara a la eternidad. Después lo convertimos en un suceso mítico,
plagado de símbolos que queríamos creer. Un gesto, fue todo. Tomamos entre las
manos la baraja de nuestras vidas y apostamos instintivamente. Y ahora ya ha
sido todo, frente al abisal último. Hicimos lo que pudimos, lo mejor, y es hora
de retirarse. Lo demás no nos corresponde. Está hecho. Las marcas en el rostro
son temporales, las del espíritu no. Nunca oculte mis sentimientos. No había
motivo para esconderlos.
Creo
comprender lo que habita dentro de tu mente; o lo creía entonces. A lo que no
le pusimos atención fue al mundo que nos iba moldeando, cada vez como algo
nuevo. El destino nos empujó con muecas sardónicas, y nuestra inocente
estupidez por aceptar regalos de extraños. Perdimos el control. Una charla
trivial fue entonces una contienda del orgullo; los detalles entre más vanos
satisfacían mejor la sed de crueldad, y buscamos la forma en que cada
insignificancia ganara peso. Buscamos perder el control. Eso es lo que pasó, el
amor se convirtió en la escusa para descubrir defectos en cuanto nos aburrimos
de soñar. No pienses que renuncio. Las ramas que fuimos no han aguantado la
ventisca que trajo el estío. Nuestro almendro florece a la sombra de sus
semillas dispersas, con un perfume rancio; ni la sombra ni el agua le han sido
benévolas. Déjame mirarte. El aire se torna espeso cada que tus ojos hayan por
error los míos. Es necesario alejarse de esa ilusión. Hay que aceptarlo. Tu
cuerpo no miente, existe como una promesa fresca de redención. Hace frío.
Aunque
no signifique nada, permite que te diga lo hermosa que te ves. Anda, deja te
limpio el rostro. El bermejo arruina tu maquillaje. Nada va a cambiar con ser
un poco mejores ahora… no dejes que la
aversión te arruine el rostro a causa mía. Es un capricho, un detalle, que seas
perfecta incluso ahora que cuesta tanto respirar. Es importante que lo seas si es
por ambos. Sonríe… amor.
Trató
que lo entiendas. No quiero que lo último que te diga sea que habíamos acabado
entre nosotros, que no quedaba nada por agregar; y dejarte atrás con la
frialdad de cualquier otro peatón sobre la avenida. Debes creerme. No podía ser
de esa manera. Eres parte de mí, algo adentro, un filamento que se confunde con
el cuerpo. He venido a esto, por ti. Llegué a pensar, antes de abrir la puerta,
que podría protegerte de la pesadumbre de escucharme. No era posible no dejarlo
claro, ninguno de los dos quedaría conforme. La indiferencia era inaceptable.
La confianza que una vez existió entre nosotros necesitaba ser completada.
Querida, para siempre y por siempre, somos lo mismo, por siempre y para
siempre, seguiremos siendo lo mismo. Adelante, deja que esa oscuridad contenida
que merodea por tu pecho salga a flote, que crezca alrededor del cuerpo y se
extienda por el piso; que se quede dentro de la habitación, que permanezca como una sombra fuera de tu
cuerpo. El dolor es el que se habrá de quedar aquí, a mi lado. Hay ruidos que
tratan de salir por tu garganta, una voz que te lacera la lengua... pronto
pasarán. Tranquila. Espera, falta poco, muy poco. Parece que soy yo quien se
quiere convencer de que en verdad está ocurriendo, y puede que así sea.
¡Ah,
corazón! Los dos hemos pensado demasiado. La mente se revuelve con dudas y
recuerdos de cierta finura incomprobable. No tienes porque mirarme de esa
manera. He sufrido lo que te estoy diciendo. Tampoco me agrada. Es a lo que
llegamos siendo deshonestos. Trato de ser el hombre que mereces, para la mujer
que tuve. Quisiera volver la vista hasta la sala y descubrir que seguimos allí.
Quisimos hacer algo bueno, algo que tuviera un significado… ¡Fallé! ¡Y tú
fallaste! Siendo franco, me he cansado de verte decepcionada. Las distancias en
las que nos movemos nos han roto finalmente. Te dejo marchar, para que te
renueves en otro instante sin corrupciones o dudas. La renuncia es la forma más
espantosa de la abnegación.
No
voy a mentirte. Se ha acabado. Estoy convencido de que en algún momento, en
algún sitio, ambos somos una unidad, una entidad magnífica, la suma que
deseamos imperturbable, sin titubeos ni condiciones, pura. Pero no ahora.
Creímos que la felicidad era un manjar, y devoramos todo lo que pudimos. No hay
escape del cianuro que ambos nos hicimos tragar bajo este almendro salvaje que
se refresca con tu sangre. Un juego de niños sin ganadores. Sellemos nuestro
último beso con la navaja que sostengo en tu pecho. Cierra los ojos, amor.
Amor,
hemos terminado.