Ave azul, por E. Adair Z. V. Publicado en la antología 'Silueta: narrativa y poesía' del Colectivo Entrópico, 2011.
A
Bossuet Gastón
Aún puedo paladear el sabor del labial en la boca, y
en todo el cuerpo. Tomo la botella de Vodka sobre el tocador y me sirvo un
trago. Comienza a amanecer. El gusto acre del humo se adhiere a los dientes,
amargo y espeso, mientras desciende por la garganta. Encender un cigarro apenas
despertar, sin escupir la saliva anegada en los dientes, es un goce extraño;
pocos lo entienden. La pieza se sumerge en la oscuridad fingida de las ventanas
cerradas. Cada objeto guarda un delicado equilibrio, no obstante su aparente
desorden. La sangre se agita y crece con la arrogancia del oleaje que bate
contra las sienes. Entre las persianas miro los haces de luz escudriñando el
cuarto, tratando de alcanzar a las criaturas de este abismo simulado. Un
impetuoso ardor envuelve los ojos, tan calientes… Apenas puedo respirar.
La piel de mi acompañante emerge de las sabanas con
la gracia de quien se entrega al sueño. Su mansedumbre desbordada es el centro
alrededor del que gira la habitación, lejana del mundo, casi incorrupta. El
cuerpo desnudo de una mujer así tiene la gracia de multiplicar su atractivo
cuando el sudor evaporado deja ese bálsamo mineral de su violencia física. Los detalles
son caprichos del diablo. Observo con paciencia como agita su espalda a cada
inhalación. Una infinidad de partículas se revelan en el humo enrarecido que
golpea la luz. La miro y no dejo de pensar en el profundo asombro que una mujer
desnuda me causa. Más allá de su cuerpo, lo que me atrae es la serenidad de sus
brazos, la franqueza en su rostro, y ese pequeño tatuaje detrás del hombro. Es
el dibujo de un ave azul agitando las alas. No creo haber visto nunca un ave
real con tanta gracia. Mientras observo la tinta crece la potencia de su
perfección sobre la carne femenina. Las cenizas que caen del cigarro se
acumulan en el pecho. Y ella duerme con la tranquilidad de quien se aferra a un
sueño como si fuera a durar por siempre.
A mí también me ha pasado. Desear con tal rabia que
esa forma de conciencia, esos figurines en las siluetas de vapor, sustituyan a
la realidad; sin importar cómo o porqué, desvaneciendo la ilusión anterior en
un instante. Abrir los ojos dentro de los ojos, ver por vez primera. El humo
que escapa de la vista se arremolina en el techo. Supongo que la mayor de las
atracciones de esa trivial idea es la de perder por completo la noción del
tiempo, liberarse de la dictadura de su prisión efímera. Acaricio su hombro. Es
patético, lo sé. Pero cuando es todo lo que te queda…
Ella no despierta. Y no la culpo. En el momento que
sus pupilas claras se enciendan lo único que verán será la frívola imagen de la
habitación en desorden, la luz del día próxima a alcanzar los pies de la cama,
y a mí a un costado. Dondequiera que esté, es libre. Descansa de la fatiga de
la cotidianeidad, del fiasco de vivir en resignación constante. Dormida de esa
manera se ve tan hermosa. Nadie tiene derecho a arrebatarle el anhelo de volver
a su inocencia, recuperar un poco. Con forme la observo más clara es su
trasmutación. Se convierte en algo diferente. Su cuerpo se abrasa a través del
silencio. La finesa de sus manos, la manera en que el cabello oculta su frente,
lo brillante de su piel cancina... Se torna un misterio. Ella se funde con su
tatuaje, y emerge debajo del lino como un ave, un ave azul. Duermen sus labios
la fatiga de la pasión sin ternura. Entregada hasta el fin del mundo, pero
incompleta. La comprendo. Sus párpados retienen la impotencia de su generosidad
carcomida. Abre las alas con cierta
duda…
Fue bueno mientras duró. Las palabras se deforman en
el humo de otro cigarro. Adivino los caminos que tomarán mis pensamientos. No
puedo evitar recordar el pájaro azul del poema del viejo mediocre. Siento la sonrisa áspera. Sí,
como el pájaro azul. Algo así tiene gran valor en estos momentos, una curiosa
coincidencia. La idea me distrae. Hay que entretener la mente. Sentir aunque
sea por breves instantes que no hemos perdido mucho, que podemos volver a comenzar.
La calma con que ella respira comienza a molestarme de pronto. Es furia.
Reconozco en ella lo que he negado en mí: la esperanza. Y no es una de esas
cosas que se puedan recuperar. Fue bueno, fue algo bueno.
Yo no le puedo seguir en ese viaje.
Las puntas de los dedos conservan el cosquilleo
apagado de unas caricias pasajeras. Consumida la pasión en su propia
espontaneidad no queda nada. Cada mimo insustancial borronea la piel con una
película de polvo; una marca indeleble. Lo sentidos se saturan en el alcohol y
el aroma de los cuerpos extenuados, tibios, contiguos. Aspiro con fuerza para
no olvidarlo. Es la atmósfera de una resaca ligera, de esas que zumban como un
foco de argón. En un par de horas habrá pasado.
Tras cada nuevo cuerpo no volvemos a ser los mismos.
Un precio justo. La noche termina.
La luz se abre paso y
golpea la superficie de los objetos. Ante los ojos la botella se presenta como
un recipiente manchado con grasa en el talle del cuello; los cuerpos parecen
diminutos, más pesados; el vacío que escapa de la carne fluye por la almohada.
Fue bueno, tan bueno como se puede esperar sin pedir demasiado. Y ahora ha
terminado, ya paso el momento. Otro día, la misma búsqueda descarnada de razón,
de otra vida de la cual alimentarse. La pasión de los cuerpos es un monstruo
que absorbe el calor de quienes se encuentran a su alrededor.
El sueño escapa a los desgraciados. Es una búsqueda de placer en la materia que
nunca se sacia, nunca es suficiente. Perpetúa la ansiedad, y la insatisfacción.
Cuanto más se abreva, más se padece la sed. Cada inhalación acompaña un ligero
resuello hasta el estómago.
La mujer permanece inmutable. Yo no existo.
Estábamos ávidos de compañía, de ese calor que sólo
se encuentra en alguien más, y nos dejamos llevar. Nos consumimos en los
apetitos de la voluntad. Estábamos solos. Pero ocurrió lo de siempre, y ahora
nos hemos arrancado un filón de alma el uno al otro. El rubor de su rostro, la
animosidad de las piernas, el sabor dulcificado del alcohol en sus labios, la
extensión de la piel indiferente. Terminamos fracturados, llenos de otros, de
recuerdos; cada vez menos reconocibles. Llegamos a la muerte como una unidad
corrompida, un objeto desgastado en tantas manos. Es difícil encontrase al
borde del espejo y mirar dentro de las propias pupilas. Tenerla acostada y
conocer su tranquilad es una yaga inescrutable dentro de mí mismo. Puedo ver
aquellas alas brotando de su espalda, pero no puedo tocarlas. Las palmas de mis
manos están demasiado cansadas… pesan tanto. Quizás el agua distraiga mi mente.
Sirvo otro trago.
El alcohol calienta el esófago antes que el
estómago. Disfruto el ardor. Me levanto. Aspiro por la boca para que el éter
suba de nuevo a la garganta. Me acerco a las persianas mientras se acostumbran
los ojos a la luz. Afuera acontece el mundo, indiferente a nuestras pequeñas
existencias. Enciendo otro cigarrillo. Tal como pensaba, ella es el centro de
la habitación. Desde aquí, el tatuaje de su espalda se ve claramente. Si
pudiera lograr lo que ella… si tan sólo lograra perder el control de la
conciencia, y dejar de darle vueltas a los pensamientos… si tan sólo pudiera
escapar de la convicción por ser miserable, tan aprensivo con las pequeñas
obsesiones. Una idea complicada. Estoy atrapado en mi propia cólera.
El agua de la regadera se desliza por el cuello. Los
golpecillos tibios me arrullan. Es un buen lugar para despejar los sentidos.
Permanezco inmóvil bajo el chorro. En el caudal de la ducha navegan demasiadas
ideas. Pienso en ella, en mí, en la habitación, en la sed que sé que vendrá, en
el deseo insatisfecho de seguir buscando aquello que me falta. Pienso en todo
como si no tuviera destino. Las quimeras me dominan, unas sobre otras, con
voces simultáneas.
Mientras más tiempo pase en la habitación, cerca de
su plumaje, la dificultad para respirar aumentará. Su tranquilidad me perturba.
Si acaso fuera parecida a mí podría decir lo que fuera, darle un beso y
largarme. No me molestaría en imaginar lo que sentiría, por lo que no supiera
decirle… Nunca es sencillo. Trato de conjugar un par de palabras, una buena
frase, cualquier cosa que no arruine demasiado la amistad. Nunca he sido bueno
hablando con otros. Contemplo las palmas de mis manos, y el agua que escurre en
los dedos. Decir cualquier cosa a veces parece tan sencillo, natural, casi
instintivo. No para mí. La ropa del día anterior tendrá que servir. Me visto
con la paciencia de quien no tiene a donde ir. Tendré que marcharme.
El aire viciado impregna la camisa. Fumo más por
costumbre que por adicción. Es simplemente algo que he aprendido a hacer. Y lo
hago bien. Simple condicionamiento, costumbre. Algunas
revelaciones carecen de misterio. La camisa cuelga del modo en que lo haría
una segunda o tercera piel. Las volutas de humo se mueven de un lado a otro,
con su franqueza quisquillosa; fuera de tiempo, lejanas, inmunes a todo cuanto
les rodea.
La cama con la mujer desnuda bajo las sabanas es una
concha marina en la que la luz rompe el oleaje. Allí está ella, todo un laurel
en los brazos de Apolo. Su sueño, prolongado por el silencio de la mañana, es
un páramo infinito en el que nada brota. No me atrevo a robarle un sólo
instante de su delicadeza. El perfume de su cresta es inmune a mi bestialidad.
Busco la cartera. Dentro, junto a las facturas y
otros papeles que se han ido quedando allí, asoman los mismos billetes que vi
al comprar la botella, las mismas fotografías que atesoré con remordimiento, la
excusa para deambular sin rumbo de nuevo atada a un anillo. Aún puedo escapar a
algún otro sitio, lejos de esta colosal derrota de una mujer que duerme en su
pureza. Quizás sea cierto lo que se dice sobre la imposibilitad de comprar un
poco de satisfacción, pero la compañía siempre ofrece la posibilidad de un buen
momento. Sin embargo, termina. Cualquier contacto con otro ser humano, sin
importar la naturaleza azarosa o efímera, siempre tiene algo de valor.
Cualquier instante para dejar de fingir que nada importa es bienvenido.
Sirvo otro trago. El último.
Rasgo un pedazo de papel. Las líneas se escriben con
rapidez, casi de manera autómata. Las manos saben lo que tienen que hacer.
Cuando ella abra los ojos y lea el mensaje, puede que sonría, puede que se
enfade, puede que no le importe. Quizás ni siquiera lo vea, y cuando lo haga ya
no sea relevante. Con el tiempo lo sabré. Sólo un beso, un roce en la frente;
una extravagancia para no sentir que dejo algo más que dinero. Pequeña ave
azul. Trato de imaginarme a mí mismo también como un ave colorida, o purpura o
sanguinolenta, extraviada allá afuera en el caos cotidiano. Es fácil
ilusionarse con la idea del cambio, mas es una concepción que muere joven.
Imagino los pájaros sobrevolando la ciudad. El canto de mi ave se sofoca por
miedo a delatar su escondite. Puedo sentir la cobardía de su plumaje
desgarrado.
-Disculpa, linda, tengo que seguir buscando. El
batir de tus alas sobre la almohada me ha recordado cuán incompleto estoy.
Tengo que irme. No me atrevo a despertarte. Un beso.
Mi impenetrable ave debe estar en algún lugar,
tratando de vivir cada día la vida que yo no le di. Tendré que continuar
buscando una escusa para no abrir la jaula deshabitada, un sitio en que la
oscuridad sea tan densa que su canto crezca en toda dirección, desde cualquier
sitio.
E. Adair Z. V.