Llega un momento en el que la sangre
se agota;
un instante de luminosidad envuelve el
rostro
hasta convertir todo en un fragmento sónico,
nada existe después de esa violenta
zambullida,
esa lucidez del agua sin nombre. El
heraldo toca el suelo.
El oxido se entrega a la obsesión de
envolver el pecho,
lo llena, pronto cada bocado sabe a
hierro,
a incandescentes filones que arroban
la tierra,
a rebabas de sangre que trepan la
espalda.
¿Y a ti? ¡Nada!
En verdad ya nada. Una ocurrencia de
frases vulgares.
No busco la absolución ridícula de los
poetas
quemándome la boca ante la rivera
verde,
el amar a todas las mujeres como si
fueran una,
la heroica lucha por derrotar a
Ariadna, la muerte;
no te ofrezco, ni ahora ni nunca,
una copa repleta del río rojo, del
furioso,
sólo memoria, las palmas desnudas,
pero limpias.
Han pasado los días como pájaros en el
cielo,
el fuego de las entrañas se acurruca
bajo las uñas, escribe,
¡es necesario escribir, carajo!
y es honesto decir que no queda más,
ni una mueca, ni una maceración
insoportable,
ni la desgana de enumerar las falsas
virtudes
que hemos perdido.
Los hombres se inclinan al paso de los
siglos,
cuerpo a cuerpo, la podredumbre
anuncia
la dorada edad en que los titanes gobernaran
los cielos,
sentados sobre el tribunal de huesos
que los han nombrado.
Llega el momento en que hay que vagar,
recorrer el reino de la miseria
mundana;
la nada significa que no tenemos mucho
que decir,
mucho por escuchar. El espejo me
devuelve la imagen
de esa criatura que no hace germinar
rosas ante los transeúntes,
los pétalos le gotean de las muñecas
cercenadas.
E. Adair Z. V.