Eco galvánico, por E. Adair Z. V. Publicado en la antología ¡Está vivo! del Grupo Cultural Saliva y Telaraña, 2012
Mary Shelley, In Memoriam
El aire apesta a
láudano. La muerte tiene ese pesado aroma de clavo y azafrán macerado dentro de
una botella de vidrio. Mary lo reconoce. Su hermana guardo ese olor bajo las
capas de lino blanco y el bálsamo de las flores que cubrieron su tumba. No fue
la primera vez que las alas de la muerte se posaban al dintel de la casa con
seña indiferente, pero el olor de la botella en el suelo había apestado la
ciudad, y su memoria. Las aguas del río Avon corrían por la ribera de la misma forma
que dentro del láudano, que son las mismas que las de Genova y del río Isis.
Después todas la muertes son semejantes, la misma cosa. Sólo queda la carne,
suspendida al borde de una cama funestamente blanca como lo podría hacer en la
carnicería. El llanto de las mujeres posee una violencia semejante a la sangre
salpicando los muros. La mujer se sienta a mirar por la ventana. Ya no llora.
No desde que nació Percy, como su padre, no desde que la dulce tierra latina le
entrego al único de sus hijos en sus brazos para dejarlo crecer, para ser un
hombre. Él trajo consigo la sonrisa que la mujer había fatigado, el láudano que
la memoria requería. La vida permite olvidar lo muerto, o mejor dicho, lo que
tiene vida infunde esa virtud. El viento arrastra las nubes por encima de la
campiña. Percy ha salido a caminar.
Los días son
nublados. A veces las piernas no responden, mas la fidelidad de las manos es
suficiente. Le duele el cuerpo, le duele la cabeza. Una carta, un artículo, una
lista de deberes, un recado para Percy, lo importante es escribir, alejarse de
las sombras que crecen bajo los muebles; el olor de la tinta es más fuerte que
el de la canela y el clavo, el del azafrán. Las calles de Londres se agitan por
los obreros apenas un rato, como una polvareda que huye a través de las
callejas húmedas de ese 1848. Recuerda el verano en suiza, recuerda a los
hombres que allí fueron más unidos a la naturaleza que nunca. Allí también
estaba la muerte, pero no sola, y el misterio: la ciencia para retar a dios.
Los acompañaba Gorge, Jhon, y Erasmus, (y Galvani), y el amado Percy, su
esposo. Allí fue donde su otro hijo vino al mundo frente al lago, el que no
estaba vivo, y por tanto no permitía olvidar. La cólera contenida dentro de una
forma casi humana. Era un demonio montado sobre fragmentos, un recuerdo de lo
que había amado. Ahora Lodres está muy lejos de Genova. Percy volverá pronto.
Mary se sienta
frente al escritorio. Busca la tinta. Y comienza una carta que no está dirigida
a nadie. Garabatea varios nombres y luego los tachonea. Tose, está enferma. Se
arrepiente de escribir esos grotescos caracteres. Raya con tanta fuerza que el
papel se rasga. A cada nombre le corresponde un rostro que se materializa más
allá del pasillo. Sabe que han venido. Caminan hasta llegar casi detrás de
ella, y se desploman conforme el cañón de la pluma les vuelve a pasar por
encima. Los conoce a todos. A su hermana, a su esposo, a su padre, a su madre,
a sus hijos, incluso el que murió en su vientre. Pero no llora. Percy volverá
pronto, fue a ver a su futura esposa.
Los cuerpos se
acumulan unos sobre de otros. La corriente que atraviesa su corazón escapa
desde sus manos hasta alcanzar los rostros despojados de aliento. Algo se mueve
por debajo. Es él, el ingenuo sueño nacido al cobijo del late en Diodati. Un
escalofrío le cruza el vientre. Mary sabe que ella lo ha parido, ella le ha
dado vida a través de su sangre. La creatura que yace entre esa carne crece con
rapidez, adquiere una forma humana, crece hasta que se pone en pie. La reconoce,
le dice madre. Pero no se acerca. Ella también los reconoce, cada pedazo de su
cuerpo que es un cuerpo distinto, un nombre distinto. Siente remordimiento por
permitir que exista, por necesitarlo a su lado. Percy regresará pronto, ha ido
a ver a esa mujer llamada Jane; parecen ser felices, piensan marchar a Susex.
Mary saca un paquete de seda de su escritorio. Mira las cenizas que hay dentro.
Continua escribiendo, no puede detenerse.
La cabeza le
duele, se siente mareada. La creatura espera de pie a su lado. Madre, le dice.
Madre, la llama. Mary deja caer la pluma que tiene en la mano. Y observa la luz
que se encharca en las pronunciadas ojeras que hunden su rostro. Tiende la mano
a su otro hijo, hacia su propio corazón que le ha entregado a la criatura; eso
es lo que lo mantiene unido en un único ser. La electricidad de su cuerpo se
agota, Mary lo sabe. Si tan sólo la creatura fuera distinta, si no fuera todos
esos cuerpos que se han perdido, no le drenaría la vida. Trata de pronunciar
sus nombres. El eco en su garganta se acrecentar en toda dirección, como un
relámpago que se esparce hasta disolverse.
El pomo de la
puerta de la calle cruje débilmente. Escuchan pasos, humanos, vivos. Percy ha
llegado. Mary sale de la habitación, deja el paquete de seda en las manos de la creatura. El tacto de sus dedos sin pulso le conmueve. Por un momento le parece
que sus manos huelen a canela, azafrán y clavo.