No 30
Trato de
extender las manos sobre el mundo,
pero el
lustre de tu cabello me detiene,
me asfixia
como la lluvia sucia
en la que
te miro marchar con calma;
ninguna
lilis que pueda ser cosechada por mi voz
se abre
sin dibujar un ramillete de sangre
por mi cuerpo.
Pienso en
la ternura que se me ha vedado,
en los
minúsculos golpes de los dedos
en la
espalda arcana de la memoria
que caen
derrotados sobre la mesa
antes de doblarse
cobardemente.
Siento el
calor que eres, la luz,
la ciénaga
clara de la desnudez de alguna vida
secamente
desconocida,
la sed que
tengo de escucharte respirar
como una extensión
de mis pulmones inflamados,
y en la
vertiginosidad con que los rostros difusos
que se interponen
en la calle te sepultan.
De
pronto,
despertando
de la leve ensoñación
a través de
las gotas que revientan coléricas en el suelo,
eres la extensión
de la nada.
No estás
más en mí.
Respiro de
manera pensada, dudando apenas,
convenciéndome
de la utilidad oscura del murmullo
que explota
en mi pecho,
en su borde
desbaratado,
que escurre
hasta la garganta en un sólo hilo,
busco las ganas
de sostener los ojos aún abiertos,
tan llenos
de figuras albas y quietas muecas,
borrándose
cual faros en la neblina que sale de mi boca
frente a
tus párpados ocultos.
Ser odioso,
una mancha de furia,
para no tratar
de besarte.
Canto de un ave en primavera, 2013
E. Adair Z. V.